El jueves 10 de octubre de 2024 en la Tertulia Página 72 Miguel Murillo Fernández presentó al dramaturgo Marino González Montero y su obra ANASTÉ: LA HECATOMBE DE TARTESO.
Texto integro de la presentación de Miguel Murillo Fernández:
«Cuando un lector tiene ante sus ojos una obra teatral de Marino González Montero, cualquiera de las que aparecen en las bellísimas publicaciones De la Luna libros (Muerte por ausencia; Laberinto: anatomía del presente; o Aquiles) piensa durante su lectura, y aun tras ella, que está ante un ejemplo de lo que suele llamarse teatro irrepresentable, epíteto con que los estudiosos de Valle Inclán han bautizado al dramaturgo de los esperpentos, por mor de atribuirle rasgos literarios, léxicos, semánticos y de la organización más técnica que dificultan o imposibilitan su puesta en escena. Como digo, es muy probable que un lector más o menos asiduo al teatro tilde el de Marino con este membrete.
Desconozco a estas alturas de mi exiguo recorrido por el mundillo teatral si eso de irrepresentable es más bien un halago, una virtud, o más bien un insulto, un denuesto; acaso una añagaza para atraer la atención del público ante lo que quizás sea un teatro infumable, insustancial y ajeno al interés de los espectadores, quienes subyugados por tal definición han de aplaudir cohibidos pero sin haber entendido nada, por lo que queda un poso en su alma de esta triste naturaleza: el teatro no es para mí. Hago esta pequeña introducción a este acto de presentación de lo que a mi modo de ver constituye con pleno derecho un texto teatral de sabor clásico, universal, imperecedero, que ha de figurar en las antologías del teatro contemporáneo y, por ende, ha de ser estudiado por los más sesudos analistas, y empiezo así por poner sobre la mesa un adjetivo atribuible al teatro de Marino, el irrepresentable.
¿Pero por qué? ¿Acaso porque los autores de tesis, con un pensamiento, filosofía o razonamiento están desapareciendo del panorama? ¿Tal vez porque lo comercial es la nueva etiqueta que debe reemplazar al teatro más sesudo, poético? ¿Quién está dictando las normas de lo que debe representarse no en las grandes comarcas, sino en las aldeas, pedanías…? ¿El respetable, el vulgo sin entendederas, frívolo y distante, o las poderosas maquinarias de las empresas teatrales, productores, directores y afines a subvenciones, ayudas o compromisos espurios? ¿Existe de verdad un vulgo sin entendederas, que se traga morcillones insulsos, caldos de letras sin alma, textos desprovistos de sustancia?
Al respecto puedo decir ante ustedes que, con el beneficio que me proporciona la Tertulia Página 72, mis queridos amigos Faustino Lobato y Antonio Castro, Anasté, la hecatombe de Tarteso es teatro representable, y no lo afirmo sin conocimiento de causa, porque servidor estuvo sentado en el patio de butacas contemplando la representación de esta obra en el Teatro López de Ayala. Quiero pasar primero, sucintamente, por lo que conozco del teatro marinomontesco, adjetivo que no procede de mi invención sino que debo atribuírselo con honestidad a nuestro gran amigo Paco Collado, quien es fundamental para acercarnos al universo intelectual y estilístico de este dramaturgo y poeta. Considero que todo gran escritor debe tener su estudioso, su analizador, que no su crítico. Del mismo modo que asociamos a don Francisco Rico, recientemente fallecido, con el universo de Cervantes, del Lazarillo o de Quevedo, a Paco Collado lo asociamos con el teatro de Marino, por haber demostrado en sus tribunas el estilete con que disecciona sus textos, su visión y su universo conceptual.
Las primeras aportaciones al panorama teatral, e insisto, teatral, pues no me detengo en las de la poesía, dado que hoy lo tenemos aquí sentado por un texto teatral (y por un espectáculo que ya anda girando por los teatros de la región), son las de Muerte por ausencia y Laberinto: anatomía del presente, las cuales sitúan sobre el escenario, a través de las historias que cuentan, el existencialismo que tanto caracteriza el teatro de Marino, con personajes que palpitan desde el primer instante, cargados de dudas, de anhelos y deseos, pero sobre todo gobernados por la incertidumbre de sus pesadillas, que no saben a dónde van ni de dónde vienen, que se introducen en la oscuridad y parquedad del escenario subrayando el nihilismo, la nada, a la que interpelan con el todo del lenguaje poético.
Con estos dos ejemplos de textos teatrales podemos decir que Marino, pese a beber de las fuentes clásicas, obsesivo conocedor del teatro grecolatino, de Shakespeare y del teatro del absurdo, no en el sentido cómico que se le suele atribuir, sino, como he citado antes, con el sentido nihilista y neoexistencialista, al más puro Sartre o, sobre todo, Samuel Beckett, consigue imponer en el papel y en las tablas su sello original, tarea ardua por, simultáneamente, dialogar con los autores que le preceden, permitirse ecos de la historia de la literatura y alientos que permiten rememorar las homéricas hazañas de los héroes, y las epopeyas de los universales personajes cantadas por los bardos.
Este universo helénico se acentúa en la obra Aquiles, que en lugar de ser héroe postrado de hinojos, es héroe que se enfrenta a los dioses. Subrayo esta condición del personaje de Aquiles, el cual es una muestra más del tratamiento al que somete Marino a la tradición clásica, empresa solo apta para quienes más conocen, quienes más han leído a los prístinos autores que nos anteceden, lo que no es óbice para situar el sello personal, y de esta manera, la huella imborrable de su contribución en el escenario contemporáneo.
Aquiles, en esta obra de González Montero, es antecedente de Anasté, por esa cualidad que le atribuye de desafío a lo establecido, a los dioses. Se sumerge en el proceloso mar de la rebeldía, de la osadía, lo que alcanza el cenit en Satanás, su siguiente obra, la última representada antes de embarcarse en la aventura de los tartesos:
¿es Satanás superior a los hombres, o es inferior a ellos en la medida en que el magín del ser humano ha inventado este personaje como símbolo de lo alevoso, malévolo y pérfido?
Este es el interrogante que rodea los diálogos de la obra, una atmósfera de duelos entre antagonistas, un interrogante que se erige como conflicto dramático y que nos confirma que Marino es un dramaturgo de tesis, de pensamiento, con un estilo visible en los diálogos versificados, cadenciosos, con una musicalidad, y no exagero al afirmarlo, plenamente marinomontesca. Esta cualidad no está al alcance de cualquiera: lograr que con la simple música que resuena en la cabeza al leer los versos de las intervenciones de los personajes se te aparezca la imagen del autor.
No quiero con estas palabras con que he recorrido someramente su teatro dar la impresión de estar creando un mero laudatio, regalar los oídos del autor con ditirambos espontáneos. Son las impresiones que en un humilde autor y reciente filólogo han dejado la lectura de sus libros y el ver como espectador sus obras. Si en las primeras reinaba el impreciso aire de lo existencial, la ominosa duda del destino humano, el absurdo como recurso lingüístico y teatral, ahora, en Anasté, se concretizan las claves del autor en un único personaje, como hiciera en Aquiles, pero esta vez sublimado al rodearla de un mundo prácticamente ignoto, de unos rituales, movimientos y aun palabras que forman parte de su capacidad imaginativa; me viene a la cabeza la curiosa anécdota acerca de las letras del alfabeto, que creo será mejor oír en boca del autor.
Poco sabemos de los tartesos, de esta civilización que poco a poco va apareciendo ante nuestros ojos; pero si todas las épocas y momentos históricos tienen su protagonista literario, los tartesos están de suerte, han hallado a este dramaturgo extremeño. Con Anasté, Montero rechaza el logos, lo que los científicos piensan que saben, para instalarse en el mitos, sustancia de la que ha de nutrirse el teatro, y consigue recrear el yacimiento en la escena. Para situarnos en la historia, les voy a leer las didascalias del Primer acto, de tal forma que nos iremos sumergiendo en la atmósfera de este texto, para que sea de mejor provecho lo que su autor nos pueda referir. (Leer páginas 11 y 12.)
Nos situamos en las postrimerías de una civilización. Afuera resuenan los ayes y lamentos, y la hecatombe que supuso el sacrificio de una ingente cantidad de caballos, todo debido al temor por los desastres naturales que en aquel momento estaban viviendo. Sacrificios únicamente dirigidos para aplacar la ira de los dioses. ¿Les suena? Un argumento universal, muy grecolatino, que le da el impulso al autor para imaginar un personaje que se introduce en ese templo casi desaparecido. Anasté, la protagonista, podría pasar perfectamente por una Hipatia ibérica, nuestra Hipatia, una mujer adelantada a su época que establece su pensamiento en las enseñanzas de Demócrito y en las más puras epicúreas, por lo que ya vemos la carga trágica de este personaje: entre los sacrificios de quienes creen que los desastres se deben al castigo de los dioses, hallamos a una mujer que osa afirmar que no cree en los dioses; su conocimiento científico, y digo científico en el sentido helénico del término, no le permite adorar, idolatrar, por lo que no ama <> Dice Anasté en la página 56, un conjunto de versos de una sus intervenciones que no solo me ha permitido indicaros por dónde discurre su pensamiento, sino cómo es su personalidad. Esa visión contemplativa que denota lo leído es evidente síntesis de las doctrinas que ya en aquellos momentos circulaban sobre la causa-efecto de los fenómenos naturales, esos interrogantes propios de mentes racionales:
¿podría haber una relación entre la aparición de esas grises estructuras vaporosas del cielo y la caída de la lluvia? ¿Nube y lluvia van relacionadas por causa de un fenómeno desconocido? ¿Entonces debemos dejar de pensar que los dioses traen la lluvia?
En esos interrogantes se instala la idiosincrasia de un personaje bien tallado, bien construido. Pero Anasté no brillaría en esta obra sin su partenaire, la diosa Nortia. Si bien es Anasté la protagonista, el arquetipo construido por su autor, la principal cualidad de este texto, me gustaría reseñar a Nortia. Se presenta en un momento determinado en la obra, ante la sorpresa de Anasté, como una diosa invocada.
¿Pero cómo ha de invocar Anasté a una diosa si no cree en los dioses? ¿Entonces qué es o quién es Nortia? ¿Una entelequia, un trampantojo, una quimera, un capricho del autor?
No diré más, solo señalo lo que en un momento concreto le espeta Anasté: <, no tú no eres nadie, sino tú eres… nadie.
Sobre la naturaleza de los personajes, su creación y tratamiento, debe ser el autor quien más se detenga, yo paso, y con esto termino, a citar los aspectos teatrales más llamativos. Anasté es una obra con una profunda carga filosófica, es una obra de tesis, que sin Nortia se vería desequilibrada. Es un acierto la creación de este personaje porque consigue mediante esta diosa repentina pisar la tarima. El pisar la tarima es una habilidad que deben obligatoriamente tener los autores de teatro. El aliento poético, el alma de los personajes, la poesía, la tesis, la filosofía del autor, todo ello está muy bien, pero el teatro se representa ante el público, el aliento sin los pies de los personajes es solo recitado, y el recitado no es teatro. Hago esta aclaración por esas obras teatrales escritas por autores que en el momento en que se pusieron a escribir pareciera que lo hicieron, perdónenme, con los dídimos erizados, porque su mente está por encima de todo y de todos, y quienes no les siguen es porque o son tontos o unos ignorantes. Lejos de estos carantamaulas del nuevo teatro, Marino rebaja el tono filosófico de su obra con Nortia; a través de este personaje consigue salpicar algunos parlamentos de un humor sutil, de alguna que otra broma lingüística, como en un momento de desesperación ante la tozudez de Anasté, Nortia le suelta: <>. El tono de Nortia es más acelerado, sus versos se alejan de los epítetos y estructuras a veces alambicadas de Anasté, sirve de contrapunto dramático, con sus chispeantes aclaraciones.
En el montaje teatral ello se ve logrado con una esforzada Ana García. La obra se divide, al clásico modo, en cinco actos, y respeta el autor, también al clásico modo, la unidad espacial y temporal. Todo en realidad parece suceder en un efímero instante; pareciera un sueño de Anasté antes de sumergirse en el averno con el mero propósito de satisfacer su curiosidad. El apocalipsis de una civilización contada en una tragedia con un verbo áureo mediante endecasílabos blancos, con el resonar en su esencia de esas tragedias épicas con las que dialoga el autor durante los actos de la obra; versos afilados mediante abruptos encabalgamientos y juegos lingüísticos, como la creación de adjetivos asociando palabras; las metáforas y sinécdoques, alguna que otra paronomasia que puede apreciarse en cierto pasaje… todo un hallazgo para cualquier filólogo que tenga oportunidad de leer este texto. Pero sobre todo esto es teatro representable, teatro para los espectadores.
Estamos ante una tragedia clásica de un autor contemporáneo, la hecatombe acaecida por el miedo, la incertidumbre, el quedar suspendidos en la nada, para acabar siendo fósiles enterrados, olvido y tinieblas, el cierre de un destino por la inclemencia de los dioses. Pero en todas las épocas surge una Anasté que brilla con verbo propio, que habla a la posteridad, cuyas palabras se fijan en el parnaso de nuestra memoria, que hoy os habla, querido público, para que rutile en vuestras manos elevada literatura, buen teatro, creación preternatural que puede elevarse en cualquier ruina… como la del teatro romano de Mérida.
Les dejo con el artífice, con el creador, con el arquitecto que ha desenterrado la palabra anquilosada y que nos deja un personaje, en mi opinión, el más elevado de su universo teatral. Me despido de ustedes con estas solemnes palabras de la página 51:
Soy Anasté…
La de la mancha dorada en la frente
La de la mancha quebrada en el alma…
Y creo serenamente en los árboles.
Porque la vida es
Sucede en los árboles
No se puede otra cosa
Que estar muy cerca y no
Dejar nunca de escucharlos.
Porque sucede que
Son ciegos y mudos
Y sin embargo siempre
Nos dibujan el aire
Y le dan la boca al viento.
Muchas gracias.»
Miguel Murillo Fernández muito obrigada por esta brilhante apresentação de Anasté. Proponho que procure Licurgo Reformador de Esparta de Plutarco.