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Paseo con un amigo con el que mantengo una conversación sobre la ausencia de referentes culturales que además, tengan la valentía de comprometerse y mojarse. Nombramos a unos diez o doce, como si los alineasemos, y tenemos la mala suerte de nombrar a alguno que consideramos, en términos de compromiso político, un tibio.

Y digo tenemos mala suerte porque llamar tibio a ese autor todavía vivo le ofende a una señora que pasa justo en ese momento por nuestro lado y que nos llama la atención, para terminar espetándole a mi amigo un seco «tú todavía eres muy joven». No sé qué quiso decir exactamente esa señora, camino de la parada del autobús, arrastrando la compra con cierto agobio, cojeando rítmicamente y dejando caer su vejez con fuerza sobre un finísimo bastón de marcha.

La vejez como síntoma de experiencia es una enorme responsabilidad, o debe serlo. Sentir que los años te dan automáticamente la razón y el mundo te debe una a una todas las facturas que has ido pagando, tiene que suponer un ejercicio de esfuerzo terrible. No digamos ya el poder permitirte el lujo de cruzar por donde no hay pasos de cebra, ir en bicicleta por el medio de cualquier calle, colarte en cualquier línea de pago sin miedo a represalias y pedir, pedir sin ambages, exigir incluso, porque la carta del respeto a los mayores siempre estará disponible como comodín y escudo contra el anarquismo social que supone no aceptar el libre establecimiento de la gerontocracia como única vía posible. Si nada de esto funciona, siempre se puede despotricar y clamar contra la chavalada, no necesariamente por lo bajini y con la boca chica.

Ser joven en cambio es una absoluta maravilla, una epopeya de posibilidades que incluyen todo el mundo y la vida por delante para ejecutar uno a uno todos los sueños que se presenten. Si no se tiene el trabajo soñado, una de dos, o no se ha buscado bien o simplemente no se ha soñado lo suficiente, y conviene hacerlo, porque la alternativa es ser un joven de cuarenta a cuarenta y pocos con la perspectiva de ser nieto de quienes sufren la irresponsabilidad de una juventud banal, frívola o que simple y llanamente, es joven. Demasiado joven, y hay que hacerse mayor, y hacerlo además, muy pronto, cuanto antes mejor.

Quizás en esas estemos los asquerosamente jóvenes: viviendo adelantada una sufrida vejez de carencias, de falta de ganas y de motivación, pero sin esa pulserita VIP que supone ser lo suficientemente mayores como para ser el objeto de los mimos de cualquier administración que compre nuestro amor con bonobuses y vinos de honor. Simplemente somos jóvenes, qué sabremos. Por supuesto, ser mayor supone que cualquier tiempo no trabajado es tiempo perdido, y cualquier tiempo perdido se convierta automáticamente en otro obstáculo contra cualquier momento que nos permita decirle a alguien más joven que nosotros «ya verás, ya».

La jerarquía del sufrimiento tiene estas cosas. Se le quitan a uno, en cierta forma, las ganas de reivindicar todo lo que no sea correr el tiempo hacia adelante para enganchar una jubilación anticipada que a buen seguro no llegará, pero que al menos permitirá, desde una vejez incorregible, volcar cualquier rabia sobre «esta juventud».

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