Se ha asentado el consenso de que la intensidad define peyorativamente a quien siente lo que dice o al menos lo vive
Tengo la enorme suerte de tener multitud de amistades dentro del mundo artístico y doy gracias, no porque eso se reduzca únicamente a la exploración de lo puramente estético, sino de conocer el amplio mundo interior creativo de cada una de ellas, y sí, ahí están también el miedo, la duda, y por supuesto el hartazgo. Quiero pensar que la rabia es un importante y hasta necesario combustible artístico. Pero observo desde no hace mucho y en bastantes de esos amigos artistas con los que hablo, sea cual sea su disciplina, que esa rabia contestataria ha mutado hacia la tristeza e incluso hacia la resignación. Me dice una amiga, socia de honor de esta cofradía de cansadas y hartas: «No puedo más con la cantinela de que todos los artistas somos unos intensos.»
Está ampliamente aceptado que detrás de un artista debe haber trabajo, sacrificio, constancia, disciplina, y sobre todo inspiración, eso que durante siglos justificó el nacimiento de cualquier obra, pero que siendo justos, es puro humo, un juego metaliterario que justificó demasiadas penurias y no digamos ya cuantísimos maltratos. Muerta entonces la inspiración, hemos concretado que el artista, aún estando ampliamente reconocido, tiene difícil el camino si no abandona ese aura de locura, de extravagancia, ese afán por estar siempre caminando sobre el alambre del redil y no aceptar, y aceptarse, como parte del rebaño. No aceptar ni aceptarse que, siendo agua o aceite, tiene que mezclarse con su opuesto líquido. Rosa Montero, que no tuvo reparos en hablar largo y tendido sobre la locura artística en su ya clásico El peligro de estar cuerda», lo resumió perfectamente: “Una de las cosas buenas que fui descubriendo con los años es que ser raro no es nada raro, contra lo que la palabra parece indicar. De hecho, lo verdaderamente raro es ser normal.”
Se ha asentado el consenso de que la intensidad, eso que a ratos llamábamos sin miedo pasión, vehemencia, fervor -busquemos los sinónimos que queramos- se ajusta a este palabro maldito que define peyorativamente a quien siente lo que dice y hace o al menos, lo vive. No contentos con valorar el arte desde una óptica puramente materialista y laboralista, hemos llevado más allá la clásica locura históricamente atribuída al genio creador para hacerle cargar con la penitencia de su propia expresividad.
Irónicamente, el ingrediente secreto de un cuadro o una audición, una canción, un poemario o una novela o el próximo disco de éxito es el mismo que el de la celebración de un gol, una canasta, un punto al ángulo o un adelantamiento inesperado. Esa foto de un atardecer que se acabará posteando en otro perfil, el último baile, los desafinos en la ducha y la apetencia por otro ramo de flores son manifiestos a favor de la intensidad. Sí, de absoluta intensidad. Y detrás hay siempre una persona que siente y que por qué no decirlo, padece con total intensidad y vive con la pasión necesaria que el momento requiere. ¿Qué hace entonces a los artistas merecedores del escarnio de sentir y expresarse intensamente? Humberto Eco, que como doctor en semiótica algo sabría sobre lo que significa sentir, dijo que la creatividad significa saber quiénes somos. Puede que la intensidad tenga mucho que ver con conocerse demasiado bien a uno mismo o incluso a los demás. Y ya sabemos que todo lo que tiene que ver con mirarse al espejo, con ahondar, con ser, en definitiva, unos intensitos, es peligroso.