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Convendría recordarnos a todos en ese momento concreto en el que tocaba votar al delegado de clase y de repente un día se coló el bufón

La primera vez que votamos suele ser en clase, siguiendo las directrices de un profesor o profesora que con buena fe nos pone delante del monstruo para decirnos que no es peligroso, que no muerde. Es el primer contacto que tenemos con la democracia, y está bien que siga siendo así, si es que todavía se sigue dando. Los delegados de clase son esos compañeros que, por alguna extraña razón, todos sabemos que pueden cumplir la función que los profesores nos explican que deben tener: responsabilidad, disciplina, compañerismo… Colocar libros, asegurarse de que la clase está limpia, comunicar los problemas que pudiesen surgir, son algunas de las tareas que se le suelen asignar a los ilustres representantes del alumnado. El consenso suele estar claro en la elección. No se suele fallar, y el elegido o elegida, menos aún en su función.

Pasa un tiempo, y por no se sabe qué clase de extraño sortilegio, los consensos se truncan, y la responsabilidad, la disciplina y el compañerismo se empiezan a asociar con el peloteo, el frikismo, la connivencia con la clase profesoral y las ganas de trepar. Ser delegado de clase es de repente síntoma de ser un tolai, o aquello que los anglosajones llaman un nerd. El término tiene tantas acepciones como ingenio pueda engendrar en cada momento la mala uva de cual. La educación secundaria, ese momento de nuestras vidas en que la gilipollez, la ansiedad y la rebeldía se cuecen en la misma olla, fabrica monstruos. Es la noche oscura, con todos sus horrores.

Después, si hay suerte o desgracia, viene la universidad. Ahí ya no merece mucho la pena detenerse a observar y mucho menos a analizar desde arriba como funciona todo lo de abajo. No sé si establecen las bases justo aquí, a la entrada misma del ciclo univesitario, de la FP, del pimer trabajo, en ese primer escalón, a fin de cuentas, tan ampliamente aceptado como el de la adultez.

En cualquier caso confío en que en algún momento la historiografía, dentro de muchos años, quizá siglos, investigue y documente el preciso instante en el que encontramos correcto y democrático tumbar consensos científicos y sociales aceptados durante siglos, como si fuese un ejercicio de corrección necesaria, sanadora o incluso liberadora. Como si la apetencia por llevar la razón y no la verdad empírica haya sido lo que nos ha ido haciendo cada vez más libres durante los úlimos 2024 años. Luego me paro a pensar en cómo se ha articulado el imaginario de nuestra civilización y no, no debería extrañarme nada: por algo al bufón se le aplaudía mientras el sabio, encerrado en su torre, limpiaba el telescopio del vaho de sus matraces.

Dentro de mucho, otra mente sabia descubrirá cómo llegamos a ese preciso instante en el que aplaudimos ante la voladura de nuestra propia herencia y dejamos que se deshicieran como azucarillos los códigos sociales y civiles que mal, bien o regular, nos han hecho llegar hasta donde estamos.

Alguien con mucha paciencia y años de estudio, si para entonces sigue vivo ante la aceptación de la nueva inquisición anticientífica, dará con la tecla, y será capaz de discernir por qué acabamos dándole la razón a Popper cuando decía que tolerar la intolerancia nos volvería a todos intolerantes. Yo añadiría que nos hace víctimas, también. Es cool ir contracorriente, estamos de acuerdo. Pero convendría recordarnos a todos en ese momento concreto en el que tocó votar al delegado de clase y de repente un día se coló el bufón, al que no pudimos evitar reírle al menos un chiste un día, dos al día siguiente y tres el de después. Para cuando quisimos darnos cuenta, ya estábamos diciendo sí a la propuesta más ingeniosa de su programa político: pegar chicles en la silla del profesor. Ahí, en esa oscuridad llena de risas, puede que sin saberlo, engendramos los monstruos de hoy, que seguirán siendo los de mañana si nos empeñamos en seguir aplaudiendo.

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