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Algo tienen que tener los libros cuando gente sin la aparente necesidad de hacerlo se lanza a publicarlos

Todavía me cuesta olvidar el revuelo que se montó cuando Cristina Pedroche presentó su primer libro. Famosa, consagrada como un icono televisivo, se le reprochó que invadiese un territorio sin ninguna necesidad. Pero algo sabría su editorial cuando le agarró de la mano y le dijo sí, adelante, estamos contigo.

Vuelvo al asunto del libro de Pedroche, aquel «Gracias al miedo«, porque hace unos días leí que Juan José Ballesta también ha publicado. Son muchas las celebridades que han publicado libros, y obviando las polémicas que al final sazonan todos los caldos que queramos probar, es evidente que algo tienen que tener los libros cuando gente sin la aparente necesidad de hacerlo se lanza a publicarlos. Y más teniendo ya una carrera medianamente consolidada y una comodidad que ya quisiéramos muchos. No negaré que torcí un poco el hocico con la noticia de aquella publicación de Pedroche, como lo torcí con Sonsoles Ónega y el premio Planeta más histriónico de la historia, con permiso de Carmen Mola y sus tres guardaespaldas. Lo torcí también con Ballesta. Y podría hacer una lista interminable de abominaciones literarias unidas a premios y superventas que me han hecho rabiar. Pero es mi lista, mi rabia, mi complejito. Y quiero pensar que todos tenemos los nuestros, aunque sea una forma cutre de querer encontrar consuelo.

Quienes escribimos tenemos la fea convicción de que este territorio nos pertenece por mandato divino, como si fuesemos poseedores de un don del que ya no queda más que repartir. Nos hacemos los ofendiditos, hemos de reconocerlo, cuando hay gente que se sube al barco con pulsera de todo incluido, convencidos que el viaje les irá bien y además, sin la más mínima intención de querer saber de nuestras miserias. Somos muy tolerantes y libres, tanto o más que aquellos colonos que llegaron al territorio americano, hincaron su bandera de libertad y trazaron una línea perfecta para definirla. La suya claro. A los demás, que solían venir siempre detrás, más les valía seguir arreando si querían un trocito de la tierra de las oportunidades.

Que el camino que Pedroche y Ballesta han recorrido desde que pensaron en la primera palabra de la primera página hasta que el libro apareció en las librerías fue más corto, es algo que no merece discusión, en comparación con la inmensa mayoría de quienes todavía seguimos tecleando sin la misma fortuna. Pero no existe mejor defensa de la literatura que esa invasión, si es que es justo llamarla así, por parte de quienes sin tener ninguna justificación aparente para semejante esfuerzo, confían todavía en que un puñado de páginas sean capaces aún de decir más cosas sobre sí mismos de lo que ya hayan podido decir con cientos de programas o películas.

Pienso en aquel adorable cocinero de Ratatouille y le compro el relato, porque creo de verdad que todo el mundo, al igual que cocinar, puede escribir y por qué no, publicar. El éxito, la fama, el reconocimiento y todo eso que se supone que tiene que venir o no aparejado, no tiene nada que ver con escribir. Nadie hace nada esperando ser famoso, porque la fama, como el dinero de las loterías, es consecuencia directa de una casualidad que no tiene nada que ver son soñarlo fuerte. Pero hay que tener el boleto comprado, por si acaso.

Quienes escribimos, cada vez más, menudo milagro, necesitamos hacer cuanto antes un examen de autoconsciencia, eso que llaman autocrítica quizás, y que está tan en peligro de extinción. Necesitamos limpiarnos un poco la caspa de los hombros y el ego de las sienes, y reconocer, cuanto antes mejor, que la literatura, sea libro, revista, cómic, guión cinematográfico o de magacine mañanero o de siesta, no nos pertenece. Nosotros le pertenecemos a ella. Somos sus marionetas y no nos corresponde decidir qué extremidad mover en cada momento. Ni siquiera nos corresponde venir a hablar de nuestro libro, porque desde el momento en que el libro hace acto de presencia, ya habla por nosotros. Seamos Pedroche, Ballesta, o el Umbral más desagradable de la historia de la televisión.

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