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NO SÉ cuántos días, años, han pasado desde la última vez que cogí tu mano, madre. No sé cuánto tiempo hace que te miraba, mientras dormías, en aquella habitación, la 112 del hospital. Sé lo que te dije mientras acariciaba tu mano. Recé contigo, como a ti te gustaba rezar. Y me devolviste, por un momento, a mi ser creyente. No pronuncié palabra tan solo repetía de memoria la oración de siempre.

Te pedí perdón, por las palabras que nunca te dije y por todos los abrazos que no te di. Sé que me perdonaste, como otras veces hiciste. Para ti, lo que hacía estaba bien hecho, nunca preguntaste ni por curiosidad. Siempre hubo una disculpa, un estar por encima de los enfrentamientos. 

Mamá, el gesto de rozar tus manos me hicieron recordar las veces que ellas me cuidaron cuando lo necesité, las mismas manos que zurcieron mi ropa. En esos momentos, mientras acariciaba tu piel surcada de heridas por las cánulas del gotero, repasé todos los « » y los “está bueno” que me decías.

Cuanto amor en tu manera de ser. Siempre en un segundo plano, coqueta y con tus abalorios, pero sin destacar. Tardará mucho tiempo para que se borre la impresión de  esos últimos momentos a tu lado. Sabía que eran los de una irremediable despedida. Ya no había vuelta atrás.

Gracias madre por enseñarme el lado positivo de la vida. Tu memoria sigue viva en mí empujándome a seguir.

( De La gramática de los cuerpos )

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