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DONDE NUNCA PASA NADA

Por 14 de diciembre de 2025Opinión

Robe no era un músico, era y es, quizás sin querer, la imagen de una tierra que en su voz y en sus manos se convirtió en un indescifrable

Me encuentro una caja de plástico donde descansan dos cedés piratas: en uno pone grandes éxitos y fracasos, y en otro, iros todos a tomar por culo. Los pongo seguidos en el radiocassette, recién estrenadito. Cómo no los iba a escuchar.

Aquello sonaba como The Clash, o los Rolling, pero el tío que cantaba, con una voz de haber vaciado de pitarra todas las tascas del pueblo, gritaba como un escritor maldito que se tenía que conformar con ser bibliotecario, o profe de lengua. Lo mismo se quejaba, desde lo más prosaico, que dibujaba paisajes tan líricos que uno no esperaría encontrárselos brotando de unos guitarreos tan salvajes, conviviendo con unos elaboradísimos arreglos orquestales. Era el canalleo del borracho de calimocho, que en una mano lleva el brick de vino barato y en la otra, un ramo de amapolas. Aquello era otra cosa. Anda que no. Era el Robe.

Suena, otra vez, otro disco que hacía mucho que no escuchaba, y pienso que podría haber escrito esto antes, pero no suelo escupir cuando más me duele la boca. Mastico. Y, sobre todo, cuando más duele el corazón. Porque una cosa es que se muera alguien conocido, que ya jode, y otra muy distinta es aceptar que a veces, la música se tiene que apagar. Duele. Muchísimo.

El gran legado de Robe, de Extremoduro, de Extrechinato, de todo lo que hizo, tocó y creó, es haber generado un sorprendente consenso: en los bares punkarras, vale, siempre sonará Jesucristo García, pero en los bares pijos todavía se baila La vereda de la puerta de atrás. El niñato que todavía anda desubicado canturrea Lo de dentro con las mismas ganas que su tía aún le pone a Golfa, sin que eso suponga trasgredir ningún principio. Y nuestros padres, con más o menos simpatía, se acordarán siempre del momento en que se dio a conocer en la tele pública, cuando la música todavía tenía en parrilla su pisito de alquiler.

Robe no era un músico, era y es, quizás sin querer, la imagen de una tierra que en su voz y en sus manos se convirtió en un indescifrable, por si acaso se olvidaban de ella. Otra vez.

Cómo si no se iba a celebrar tanto un antihimno como “Extremaydura”: una canción que raja de arriba abajo el concepto de extremeñidad, que apareció pocos años después de una autonomía celebrada con la boca chica en no pocos despachos, recibida con el escepticismo de siempre, el de los descubridores muertos de hambre, olvidados en América, pero mitificados en los libros y en la piedra verdosa de sus estatuas. Aquellos acordes joteros, que mutaban en segundos en un rock de garaje y descampado, milagrosamente han acabado convirtiéndose en el “otro himno.” Para muchos, quizás el mejor.

Lloverán los homenajes. No es para menos. Reventará Spotify. Quiero pensar en Manolo Chinato como albacea indirecto del patrimonio poético de este ente inmortal que trasciende la música.

Manolo, en su bar de esa esquina extremeña que huele a cerezas y a ceniza de los últimos incendios. Manolo mirando al cielo, con los ojos encharcados, pensando que después de todo, donde nunca pasa nada, pasó bastante, o mucho. Un milagro. El de Robe, pionero del crowfounding, repartiendo resguardos de un disco que no sabe si va a grabar y si va a traer cuenta, antes de la eternidad que ha hecho suya desde los buitres, las veredas, mandándonos a tomar por culo, enseñándonos el poder infinito del arte.

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