La solidaridad no parte de lo que somos, ni de todos, si no de quienes saben ser aún más cuando realmente cuenta.
En el otoño del noventa y siete tenía seis años, pero recuerdo con una nitidez absoluta aquel «otoño de la riada» como si no hubiesen pasado ni dos días desde el último chaparrón. Fuí un niño afortunado al que la desgracia le fue ajena y en diferido: lo más fuerte fue tener que salir corriendo de casa una noche porque un gracioso, o eso dijeron en su momento, hizo creer que una enorme corriente de agua venía en dirección al pueblo. Entre los que estábamos por allí en ese momento cogimos cuatro cosas y nos largamos. Mi abuela, a la que todavía recuerdo tan vivamente en esa situación que casi se me ponen los pelos de punta, empezó a hacer acopio de salchichones porque decía que era «lo que más le gustaba a los niños». Mi madre se reía al verla cargando con los embutidos, en una imagen tragicómica a la que he regresado a través de un vídeo viral en el que un señor se enorgullece de haber rescatado una olla de albóndigas en salsa. En situaciones así es obvio que la desrealización también tiene estas formas de escaparse y Berlanga estará siempre atento para recogerlas.
En la calle la escena era menos cómica: los vecinos se subían a sus coches o directamente a remolques. Iban con lo puesto, cargando con mantas, con sacos de dormir, con abrigos, comidas improvisadas. Imágenes de base narrativa para cualquier película bélica, solo que la estaba viviendo, viendo pasar justo delante, y no se luchaba contra nada ni nadie: simplemente salíamos corriendo porque era lo único que podíamos hacer.
Qué lejos está ese año 97 de horror, que viví desde una falsa alarma y una cercanía sin graves consecuencias, y a la vez qué cerca está ahora desde las redes sociales y los medios, desde la furia de un Turia que ha rugido como el Guadiana lo hizo entonces. Qué lejos están Badajoz y Valencia y qué cerca a la vez, y sobre todo qué lejos está Madrid y quienes desde allí, tan alto, dicen estar tan abajo y tan cerca.
Tras un desastre semejante y tras tantas crónicas, noticias, artículos, vídeos y notas de voz, es fácil llegar a la conclusión de lo poco que tarda el gobierno, ese ente del signo que nos toque odiar, de este o de aquel lugar y que todos sostenemos, en dejarnos caer cuando le toca sostenernos a todos. Cuánto cuesta y qué lejos queda todo, hasta las palabras, cuando toca remangarse, cuando no valen contra el barro y el desasosiego.
Lejos del discurso efectista y del barato grito contra el empresario que vela por su balance y como tal sabe que un trabajador tiene el mismo valor objetivo que el material de su oficina; lejos de elaborar un discurso profundo contra una monarquía que sabrá aprovechar muy bien cada palmo de barro que haya pisado y que le haya manchado los trajes; lejos como están todas las personas que nos miran desde tan arriba, que nos ven como habitantes de Liliputh, desde tantos despachos y desde tantas instituciones; lejos de hacer una contra manida, cruel y demagoga, tragaré saliva, escucharé una vez más el himno de la Comunitat Valenciana sonando en un callejón, miraré a las familias de inmigrantes cocinando en las calles, las de los voluntarios achicando agua y barro. Asistiré a todo como el testigo del milagro ya asumido de que la solidaridad no parte de lo que somos, ni de todos, si no de quienes saben ser aún más cuando realmente cuenta.
Lejos de tanta podredumbre moral situada tan alto, tan arriba, querré y estaré estar donde estuve siempre, muy abajo, cerca de la gente, de lo que soy, un liliputiense, gente diminuta, insignificante, como quien acarrea un remolque y agarra barras de salchichón, carga con mantas, bricks de leche, garrafas de agua, pañales, abrigos. Esos seres diminutos que no necesitan ni piensan en la escolta ni en la importancia de un operativo de seguridad. La gente del cepillo, del cubo, de las botas de goma, la gente que sabe del barro porque lo pisa a diario y sabe que puede oler y pesar de forma muy distinta a finales de mes y después de una dana. La gente que nunca supo ni quiso ni necesitó a la patria y sus sacristanes para nada, y que si tiene que sacarle el orgullo a sus costuras, cumple las veces que sea, comprándola cuando toque, bien lo supo Machado, hasta con su sangre. Porque nos la volverán a vender -les va la vida en ello- las veces que haga falta quienes siguen tan alto, tan arriba y tan lejos. La cuestión es si no va siendo hora de pensar si merece la pena, y si de verdad estaremos dispuestos a comprarla de nuevo. Sabiendo lo que nos cuesta.
Estoy completamente de acuerdo contigo, querido compañero. Viví la riada de Badajoz, me pringué de barro, como todos los voluntarios que en ese momento, acudimos a ayudar. No cabe pensar en diatribas solo en hacer que la vida vuelva a la normalidad.
De acuerdo contigo, compañero Lázaro. La serenidad, el buen juicio, la necesaria decisión deben imponerse a la miseria de las apariencias, aunque haya que tragar saliva, sapos y hasta gritos que pugnan por salir. Toca remar a favor de quienes ahora lo necesitan. Como hicieron, como hicimos en la medida que pudimos hace ahora 27 años aquí al ladito, junto al Rivillas.