No hay sentencia contra Glovo que exima de responsabilidad a quien justifica su existencia con cada pedido
Cuando llegué a Reino Unido, lo que más me sorprendió fue descubrir que muy cerca de casa tenía un KFC. Me sentí como aquellos ciudadanos postsoviéticos que solo fueron conscientes de la libertad y el progreso cuando se mojaron los labios con una Coca Cola. Llegué a Reino Unido en una época en la que la modernidad parecía entrar en Extremadura en diferido, a distancia, en paquete, gracias a quien la contaba y la mostraba en redes. Venía de fuera, envuelta como los juguetes que el tío Paco traía de Frankfurt. No habíamos cambiado nada, como siempre. Una modernidad auspiciada por empresas con locales muy luminosos donde era imposible no sonreír. Una sola vez fui a aquel KFC.
Envidiamos esa suerte enorme de poder ir a un Starbucks a por un café carísimo en un vaso de plástico donde escribían tu nombre. O a un KFC a comer alitas de un cubo, como cualquier otro ciudadano ejemplar de Kentucky. Estar en esa misma liga. Tener cerquita estos lugares, cumplir de cuando en cuando con estos rituales, sentirnos en el mismo plano existencial, igualarnos y democratizarnos como individuos satisfechos con el progreso. Como descargar Just Eat o Glovo y que ese hipermercado a distancia arroje tantos resultados como posibilidades demande nuestra gula.
En Reino Unido descubrí ese mundo de motos de colores, de repartidores, de ryders: gente que se ganaba la vida mal, por supuesto, intuí antes y asumí después, moviendo caprichos de un lado a otro de cualquier ciudad a cualquier hora, lloviese, granizase o nevase. Antes de eso, lo más parecido al modelo Just Eat/Glovo que había visto era el de los camiones de Repsol repartiendo bombonas o la furgoneta de la panadería dejando vienas y bollos por las puertas de las calles de mi pueblo. Y así sigue siendo: ryders rurales pero menos modernos, porque cumplen una necesidad desde hace mucho. La modernidad, sin embargo, exige otras cosas. Hace del capricho una necesidad. Y la necesidad, ya se sabe, es la madre del negocio. Siempre que alguien esté dispuesto a pagar.
La de broncas que habré tenido con amigos y parejas por delegar caprichitos a Glovo, a Just Eat, y en el caso británico que viví, a la inmensidad de negocios independientes que pagan cuatro duros a chavales por llevar kebabs, currys y pizzas a la puerta de cada casa. Y que lleguen calientes, por favor. ¿No está acaso el microondas tan lejos como las ganas de freir un huevo o prepararse un bocata?
Celebro cualquier sentencia en contra de Glovo que repercuta en unas mejores condiciones para tantísimos ryders, pero me provoca la risita resignada del que pierde veinte euros y se encuentra con un cigarro: el parche está bien, pero no extirpa el disgusto. Delegar las malas costumbres en la justicia depura muchas conciencias, pero no hay sentencia contra Glovo que exima de responsabilidad a quien justifica su existencia con cada pedido. El problema no es la ilegalidad y el abuso, es quien piensa que el pobre repartidor se parta la cabeza a la vuelta de la esquina solo puede ser responsabilidad de quien le contrata, y tenga en el sueldo su única recompensa y consuelo. El problema es quien participa pensando que la culpa se la reparten el CEO, el jefe, y a unas malas, quien traga con el trabajito.
Aún así, todavía habrá que pensar que menos mal que están la justicia, y la ley, para tumbar los caprichos de quien, desde su sofá, tiene todo el derecho a cumplir con su sacrosanta y tradicional hamburguesa de los domingos. Cueste lo que cueste.
Maravilla de escrito. Gracias
Magnifico relato sobre algunos aspectos de la comida rápida. Una crítica que llega y te coloca frente a ese punto social que se elude. El hambre es tremenda cuando aprieta y no tienes tiempo para hacer de comer. Enhorabuena Lázaro, tus opiniones nunca defraudan .