La navidad es sobre todo un didáctico ejercicio sobre la distancia y el tiempo
Hace unos años, a modo casi de terapia, publiqué en una web ya extinta, unos articulillos hablando de la Navidad inglesa. Hablaba de lo en serio que se la toman por allí. Me chocó la ritualidad con que se tomaban ese momento en que tocaba poner adornos, vestir escaparates, coordinar corales. Una pompa que todavía hoy me sorprende al recordarla. Después de un año o dos, trasladé esas reflexiones a un blog, esa vez sí, guisadas en un caldo mucho más personal.
La nostalgia, cuando se cocina en la misma olla con un poco de distancia, hace de las suyas. Reconozco que leo esas piezas ahora con cierto rubor. Diría que casi no me reconozco. ¡La de tiempo que ha pasado! Y qué lejos está todo, sobre todo yo. Porque la Navidad es, sobre todo, un ejercicio de distancia. Un espectáculo de luces lejanas. Podemos estar frente a un puesto de churros con chocolate que huele estupendamente bien, digamos que a unos dos metros a lo sumo, y encontrarnos inexorablemente lejos de los churros que hace veinte años nos comíamos con nuestros primos en la misma plaza, incluso en el mismo puesto. Mismo lugar, misma época, mismos churros. ¿Quién se atrevería a decir que saben igual ahora?
Hace unos días, sin ir más lejos, intenté sacar adelante el consomé que hacía mi abuela para Nochebuena. Cuando el agua llevaba hirviendo como unos diez minutos pensé, bah, al carajo, la Josefa no se merece esta falta de respeto. Cogí un poco de miso y de salsa de soja de la nevera y orientalicé ese agua burbujeante, corrigiendo rápido el asunto. Hay cosas que es mejor no profanar, porque simplemente, ya no existen, y si por un casual reviven, dolerán tanto en su regreso fugaz que revolviéndolas solo se conseguirá destruir su débil supervivencia. Sea un consomé, unos churros, o la mejor de las despedidas. Por eso desde hace bastante tiempo abogo más por los cumpleaños que por este festival de luces. No se trata de seguirle el juego al Grinch, no, sino de valorar más el tiempo que se invierte, y en cierto sentido, hacer verdaderamente especial en su día a una persona especial le añade valor a ese tiempo, que es de largo, el mejor regalo. Al margen de las manos que lo entreguen.
La lejanía de la Navidad, junto con mis lejanías, que no son pocas, van poco a poco situándome en un plano existencial cada vez más difícil de digerir. La ilusión ya no es la misma que la de aquel niño que metía el barco de Playmobil en la bañera o estrenaba el Tekken en la Play, o cortaba huevos cocidos para el consomé de la abuela. Porque la Navidad, en todas sus formas posibles, es un ejercicio muy didáctico sobre la importancia del tiempo. Se aprende mucho de los mocosillos que corren por las plazas, de los coros que cantan, de las comitivas de compañeros y compañeras de trabajo que intentan aguantar inútilmente y con la mayor de las dignidades toda la parafernalia de las bolsas de cotillón sobre sus cabezas y sus cuellos. Se aprende mucho también de las estafas en los bares, del garrafón y de las mañanas donde hace por fin acto de presencia la escarcha. Bien haríamos, al margen de cualquier ritual obligado, en reprogramarnos, ser reaccionarios, que diría Sábato, y vivir, vivir no como si fuese el último día, sino como el primero. Vivir el directo de estos días tal cual venga, sin ambages, sin excusas. Porque corremos el riesgo de que la melancolía y la nostalgia, bien cocidas, nos lo quieran transmitir todo mucho más feliz, sí, pero en diferido. Ah, sí, y en la medida en que se quiera, y se pueda, felices fiestas. Qué menos.
Otra pieza de las tuyas que pega directo en las vísceras y el músculo cardíaco se acelera. Gracias por esta explanación amable del «no me gusta la Navidad» porque me ayuda a mí que, sin ambages de ningún tipo, siento cierto vértigo cuando se aproxima el evento del 25 de diciembre ( las saturnales). Vaya con el emperador Constantino.
Gracias por este texto que está lejos de las intenciones del demonio ese del Grinch.