Todo esto de vivir va de compensar desgracias con momentos gloriosos
Hay un artículo de Manuel Vicent que suelo leer todos los años nada más llegar enero. Lo escribió de hecho el 4 de enero de 2009. Han pasado quince años, pero podrán pasar cincuenta, que esa pequeña pieza seguirá siendo por siempre una de las muestras más maravillosas de nostalgia y de maestría de vida. El escritor valenciano lleva bastante tiempo haciendo gala de un vitalismo absoluto y admirable, tanto, que en una reciente entrevista, reconoció que lloraba casi todas las tardes: lloraba escuchando jazz, lloraba ante un amanecer, lloraba ante un atardecer.
Llora, porque ahora es más consciente que nunca que esas cosas no durarán para siempre. Y yo, para qué engañarnos, he leído ese portentoso artículo antes incluso de que llegue enero, y varias veces además. Porque mi noción del tiempo, aunque todavía está muy lejos de la de Vicent, o eso quiero pensar, empieza a estar cerca del absoluto, del todo: un amanecer y un atardecer me pesan ya más que las salidas de los sábados y los planes de un puente.
Se va acabando el año y nos da por hacer balances, cuando no cobrar las necroporras, compartir listas y convencer al resto de la humanidad de que ni tan mal con los doce meses que ya se van. Lo cierto es que nos convencemos más a nosotros mismos que al resto. Según pasa el tiempo nos vamos dando cuenta de que todo esto de vivir va de compensar desgracias con momentos gloriosos, dramas con euforias, rivotriles con cubatas, manzanillas con cerveza, y en esa rueda yinyanesca, se nos gastan los días sin saber cómo, pero volando. El tiempo es un manirroto, sí, y si no somos capaces de impedirlo, en muy poco estaremos otra vez, suerte mediante, sentados en una mesa ante un plato de doce uvas.
Yo suelo cumplir una curiosa costumbre: pienso a qué o a quién le voy a dedicar cada uva, y según me las como, cierro los ojos, y lanzo la dedicatoria. Esta por mis padres. Esta por mi hermana. Esta por mis amigos. Esta por los pueblos de la huerta sur de Valencia y esta por los gazatíes. En fin, por muchas cosas y por mucha gente. El problema es que solo son doce y tengo tantos asuntos por los que merece la pena lanzar plegarias, que estoy pensando seriamente echarme unas cuantas uvas más, y empezar por los cuartos.
Falta gente y sobran motivos para darle pávulo a cualquier tipo de espiritualidad, pero por mucho que el tiempo pase, seguiremos instalados en la costumbre de considerar que a partir de ese punto de inflexión, de ese uno de enero, solo pueden ocurrir como mínimo cosas diferentes, no digo ya buenas, porque las expectativas, ya se sabe, son como los cupones, comprar muchos no garantiza un mayor éxito, pero sí mayores rabias. No voy a decir que este año ha sido maravilloso, ni tampoco que haya sido un absoluto desastre. Como Vicent, simplemente me he dejado llevar. A él se lo lleva la corriente del Mediterráneo que baña su Valencia natal. A mí, como a muchos, nos lleva el Guadiana, un atardecer de campo, o una tarde bajo las piedras del acueducto de los Milagros, nombre tan eficaz y certero como esas piedras milenarias, que atraen con su innombrable presencia un vórtice silencioso tan hondo y pacificador sobre un verde tan tupido y limpio, que bien pareciera ser la puerta al mismo día en que fueron levantadas.
Este año que se va me lega ese rincón siempre conocido, pero nunca jamás tan explorado y disfrutado como estos meses pasados, entre las batallas de un alquiler que cuesta pagar, la horripilante sensación de estar cada vez más cerca de los cuarenta habiendo sorteado demasiados obstáculos, y el desasosegante vacío que deja cada vez más gente, siempre peor que la presencia de otros con pretensiones de ocupar sin ningún éxito ese espacio.
No bastan doce uvas ni doce meses para cumplir con todos los propósitos que nos podamos plantear, y mucho menos para huir de todo lo que arrastramos sin cumplir desde hace demasiado tiempo. Pero como el gran Vicent, brindo porque sigan pasando cosas distintas. Porque a las buenas y a las malas se acostumbra uno rápido, tanto o más como a unas uvas con pepita.
Querido amigo, nos estás acostumbrado y es una buena costumbre, a reflexionar cada cierto tiempo. Muy apropiado este momento a las puertas del Año Nuevo. Me ha encantado el texto de Vicent. Lleva mucha razón. Me uno a tus peticiones con uvas, me parece otra idea genial que hace más amable el atragantamiento de la noche vieja. Gracias por mantener estas píldoras literarias que se están convirtiendo en las columnas de este blog de la Tertulia Página72. Mil gracias.